Al analizar el sistema perceptivo humano, Roman Gubern designó como pulsión icónica al impulso natural de imponer cierto orden al magma cognitivo, esto es, a reducir la realidad a símbolos compartidos. Pero paradójicamente la imagen simbólica a menudo deviene laberíntica y críptica, como ocurre en la iconografía derivada de tradiciones herméticas.
Este pugna atávica entre el impulso icónico y el anhelo de preservación del enigma se expresa de algún modo en las pinturas de Zvonimir Matich, donde fragmentos de un léxico intercultural quedan sedimentados cuál reliquias de arte rupestre sobre estratos de materia erosionada.
Impresiones de la sabana africana quedan plasmadas en forma de cebras, monos y elefantes emergiendo de superficies rugosas cuyos cuarteados remiten a las lagunas de la memoria, y cuya pátina herrumbrosa es trasunto de las mixturas entre recuerdo, sensación e imaginación.
Desdibuja los límites entre naturaleza y lenguaje, siendo a veces membranas orgánicas a modo de ondas acuáticas, flujos de savia o espirales ígneas las que se manifiestan como potencia cósmica.
En otras ocasiones, nos parece estar admirando las pinturas milenarias que decoran las cuevas de Ajanta. Poco importa si Matich visitó este u otros santuarios en sus viajes por Asia, pues lo que queda es la asimilación sensitiva y espiritual de una cadencia ancestral. Algo de la exquisita sensualidad de las vidas de Buda narradas en esas grutas indias se hace patente en la serie que Matich dedica a las culturas asiáticas, pero el relato en sí desaparece a favor de la pura impronta anímica, en un proceso de depuración en el que la figura a menudo queda engullida por la pura lava sensorial.
La serie roja pudiera evocarnos ese rojo pompeyano característico de la Villa de Boscoreale. Y así como los frescos pompeyanos, conservados de forma natural gracias a la ceniza volcánica, son la expresión de un tiempo congelado, las pinturas de Zvonimir también abren un boquete para adentrarnos en el túnel del tiempo.
El tratamiento artesanal al que Matich somete los lienzos, con esgrafiados pintados sobre capas de estuco pigmentado, es en sí una reconstrucción metafórica no sólo de los mecanismos cognitivos y los estratos de la memoria, sino también de los procedimientos antiguos de la pintura al fresco. Pero al artista no le interesa reproducir las técnicas murales sino la transformación de esas pinturas antiguas en vestigios sublimados por su condición de ruina.
Trazas de memoria compartida, inextricables de los recuerdos y vivencias personales, que dan como fruto imágenes puramente mentales. Zvonimir Matich (Zaragoza, 1959) se licenció en la Facultad de Bellas Artes de Barcelona, especialidad pintura.
La recreación plástica de los vestigios del pasado le sirve a Zvonimir Matich para conectar con las constantes del ritmo de la vida. Sobre los lienzos extiende estuco y luego con pigmentos y trazos se interna en las sensaciones que produce una pared mordida por el tiempo o en lo que en ella pueda haber quedado de culturas milenarias. Su investigación no es arqueológica sino que mira hacia un futuro amenazado por el excesivo uso de la tecnología y afirma los valores de lo sensible.
El minucioso trabajo artesanal no se apodera del concepto, sino que lo exalta. La figuración que pudo haber un día en lo que Zvonimir Matich nos evoca con su pintura ha recuperado la vibración armónica que la hizo posible. La belleza no es formal si no de contenidos.